lunes, 2 de julio de 2007

Una carta para la señora Hamamura


En 1943, durante la encarnizada guerra librada en el Pacífico por los ejércitos de Estados Unidos y el imperio del Japón, los norteamericanos establecieron numerosas bases a lo largo y ancho de las islas que predominan en esas latitudes. A medida que el conflicto seguía su curso de destrucción, con frecuencia los norteamericanos se sirvieron de estas islas como centros presidiarios donde iban a parar los soldados japoneses que caían cautivos. La historia que nos ocupa aconteció en una de esas islas-prisión. Sus protagonistas: cincuenta y dos presidiarios del ejército nipón, y la madre de uno de ellos…
He aquí que a los presidiarios japoneses de la isla-prisión de Okino Tiroshima les permitían reunirse todos los días en el gran patio central de la prisión, donde tenían ocasión de conversar y darse consuelo mutuo, en vísperas de la inminente derrota. Uno de ellos, el soldado raso Musuko Hamamura, presintiendo que no le quedaba mucho tiempo de vida, había expresado su deseo de escribir una carta para su madre, que vivía en una pequeña aldea a orillas del estrecho de Kanmon, pero esto era un privilegio que los cautivos japoneses no tenían permitido.
De manera que cada mañana, al salir al patio de la cárcel, los presidiarios que componían el antiguo batallón de Musuko se reunían para memorizar la carta imaginaria del melancólico soldado. Cada uno de ellos memorizó con devoción, a lo largo de incontables mañanas, un fragmento de los extensos pensamientos que Musuko albergaba para su madre. Al término de la guerra, no obstante, veintitrés de ellos habían perecido a causa de los rigores del cautiverio, incluido el soldado Musuko. De manera que los veintinueve restantes, una vez hubieron regresado a sus hogares y rendido cuentas con la nación vencedora, acordaron presentarle a la madre sus respetos así como los distintos fragmentos que cada uno conservaba en la memoria.

Veintinueve fragmentos de la extensa carta de Musuko pudieron así verse reunidos un buen día, en la casa que la madre de éste tenía en el estrecho de Kanmon. Unos llegaron a pie; otros en ferrocarril y algunos por mar. Todos ellos lograron aunar una porción de sus memorias para componer un texto irremediablemente resquebrajado, irrecuperable en su totalidad, pero cuyos fragmentos inconexos aún hablan de esta historia singular. ©

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