viernes, 21 de septiembre de 2007

Los cuadradores del círculo

La historia de la relación del diámetro con la circunferencia es tal vez uno de los idilios más tormentosos y extravagantes en la historia pasional de las ciencias. Semejante problema se define de la siguiente manera: “Dado un círculo, intentar construir por medio de un número finito de operaciones, un cuadrado que tenga un área equivalente, utilizando únicamente la regla y el compás.” Dicho problema ha traído de cabeza a los matemáticos y geómetras a lo largo de los siglos, y, si bien los griegos ya se mofaban de la cuadratura del círculo, no han faltado fenomenales intentos de llevar a término este imposible hasta tiempos bien recientes. El señor Bloom de la novela Ulyses creía que el gobierno británico ofrecía una dotación de un millón de libras esterlinas por la solución del secular problem, pero no hace falta ser un personaje de ficción para tratar de darle carta de caducidad a este problema, si bien por motivaciones no tan cercanas al lucro económico como al afán de fama histórica o a la simple vanidad intelectual.


En 1775, la Academia de Ciencias de París tuvo que levantar un veto ante la incesante avalancha de desaguisados y teoremas fallidos que les llegaban de toda clase de pseudomatemáticos. No fue hasta 1892, año en que Lindemann demostró la trascendencia del número pi, cuando quedó probada la imposibilidad de la cuadratura. Lo cual no sería óbice para que autores como L. Karcher publicasen tratados bajo nombres sensacionales como La quadrature du cercle, solution rationelle et practique; Bola misteriosa o geométrica de dos mil quinientas facetas y cuatro puntos de vista diferentes de Delhommeau, y un largo etcétera.

Entre los cuadradores del círculo encontramos un atiborrado carrusel de personalidades excéntricas y comúnmente afines a lo que Raymond Queneau designó como “locos literarios”. Pierre Houstremé, aparte de reivindicar la cuadratura del círculo, fue autor de un nutrido conjunto de despropósitos planteados con toda seriedad en sus obras, tales como “la Tierra no gira alrededor del Sol”, “no hay manchas en el Sol”, “ni espermatozoides en el esperma”…

Para N. J. Sarrasin, el teorema de Pitágoras era “un absurdo que no tiene nombre y que es a la vez lo más abyecto de nuestras matemáticas y de la mente humana”. Según él, la relación de la circunferencia con el diámetro era de 256 a 81, y afirmaba que los súcubos y los íncubos son figuras geométricas.

El padre Térence Joseph O’Donnelly, además de solucionar el problema que nos ocupa, decía haber descubierto la lengua original de la humanidad.

Joseph Lacomme dio una solución al problema de la cuadratura: π = 25/8, que es aún menos aproximada que la ofrecida por Arquímedes 20 siglos antes que él. No sabía leer y escribir, y era un asiduo de los calabozos y manicomios de Francia, todo lo cual no impidió que la Sociedad de las Ciencias y las Artes de París le concediera una medalla y publicara su “método” unas quince veces.

Onorato Gionatti se describía a sí mismo como “pobre de nacimiento”, “de profesión ignorante”. Afirmaba que Dios le había encomendado la tarea de la sagrada cuadratura, retaba a la Asamblea Nacional a resolver acertijos de aritmética y geometría, y ponderaba otras realizaciones imposibles como la trisección del ángulo y el cuadrado de la hipotenusa.

Pero el más divino entre la fanfarria de los locos cuadradores fue sin duda Jean Pierre Aimé Lucas, para quien “el área del círculo es totalmente independiente del número pi”. Distorsionando por completo las matemáticas en una proeza de delirio esquizoide, también negaba la equivalencia de las pirámides, así como la existencia de la “presunta curva llamada hipérbole”. Decía haber descubierto la “naturaleza metafísica” del círculo, solía extraer de sus propios sueños la solución a los problemas y se vanagloriaba de confeccionar zapatos sin costuras, entre otras muchas habilidades. Además era un consumado artista de la pompa y fastuosidad de la palabra, al aseverar que su obra carecía por completo de errores, o en declaraciones alucinantes como la dirigida al Institute de París: “Geómetras presentes y futuros, nunca lo superaréis; extenderé yo solo, solo, enteraos bien, la ciencia hasta sus últimos límites. ¿Sabéis por qué? Os lo voy a decir por si no lo sabéis: es porque yo soy el autor de la cuadratura del círculo.” Y termina su folleto de manera espectacular: “Seguro de la victoria, tomo, sin más demora, mi título inmortal que nadie en el mundo puede negarme: El autor de la cuadratura del círculo (J.P.A. Lucas).”

Ante tales osadías y desbarres pseudocientíficos, no podemos sino suscribir aquellas líneas de A. Calamell en La cuadrature du cercle ou les constructions élémentaires de la Géometrié: “No hay duda de que la historia completa de la locura de los cuadradores del círculo, sería también la historia más singular y más curiosa de los disparates de la mente humana.”

Pese a todo, aun es posible que la aspiración por trascender y domeñar los mecanismos geométricos del cosmos represente una antigua pulsión humana, el innominado y nebuloso deseo de todos esos fabuladores del compás y la regla que, sin otro elemento que la imperfecta razón, soñaron con un ideal de perfección. ©