martes, 11 de diciembre de 2007

Los ritmos de la muerte

Lo que sucedió en 1958 en un laboratorio subterráneo cercano a Boulder (Colorado) permanecerá probablemente para siempre sumido en la bruma del misterio. Sin embargo, testimonios y conjeturas de testigos y supervivientes han permitido que algunos miembros del Ejército de los Estados Unidos de América reconstruyan con cierta verosimilitud lo acontecido.

El físico Thomas Berlensky y el biólogo Mark Shears llevaban años investigando los efectos de ciertos tipos de ondas sonoras sobre el organismo humano, especialmente el cerebro. Sus experimentos mostraban que determinadas frecuencias podían afectar los tejidos orgánicos de las más variadas formas y esto captó inmediatamente la atención del Ejército norteamericano. Se les ofrecieron unas instalaciones militares donde llevar a cabo sus investigaciones y una suculenta subvención con la que financiarlas. En pocos meses, el laboratorio era operativo y funcionaba a pleno rendimiento. Berlensky y Shears comenzaron por seleccionar soldados voluntarios para crear dos grupos de veinticinco personas con los que comenzar sus experimentos con frecuencias alejadas del umbral de percepción humano. Para ello, alojaron a los primeros sujetos en un dormitorio común que era bombardeado durante la noche con frecuencias de todo tipo. El segundo grupo fue alojado en un dormitorio de iguales características completamente blindado a todo tipo de sonidos externos. A todos los sujetos se les dijo que el experimento pretendía investigar la dinámica de grupo en las tripulaciones de submarinos.

Los experimentadores comenzaron a emitir sonidos de frecuencia tanto superior como inferior al espectro audible cada noche durante un mes. Los soldados ocupaban los días confinados en sus instalaciones sin tener la menor conciencia de ello. Para ocupar su tiempo, se les pasaban diversos tests y se les hacía interpretar diversos roles relacionados con la dotación de los submarinos de la Marina norteamericana. El personal del laboratorio iba apuntando concienzudamente los datos relativos a los sonidos que se empleaban cada noche en el dormitorio del grupo experimental y seguía todos sus movimientos por un circuito cerrado de televisión. En el día 34 del experimento sucedió algo anormal.

Dos soldados comenzaron una pelea en el grupo experimental. Al poco tiempo, prácticamente todo el grupo participaba en ella. Los experimentadores observaron sobrecogidos como el nivel de violencia empleada por los soldados en la pelea alcanzaba cotas absolutamente desmedidas. A pesar de carecer de ellas, se utilizaron todo tipo de objetos como armas. Algunos soldados se autoagredían de las formas más brutales. Otros seguían golpeando y mutilando los cadáveres de sus compañeros. Se desmembraron cuerpos y se practicó el canibalismo. Cuando se enviaron guardias armados para poner fin a la lucha, estos fueron salvajemente agredidos y reducidos. Finalmente, cincuenta hombres armados pudieron entrar en las instalaciones del grupo experimental y reducir a los escasos supervivientes enloquecidos. Como resultado del experimento Berlensky/Shears, diecinueve hombres habían muerto y seis tuvieron daños cerebrales irreversibles.

Tras el incidente, el ejército puso en marcha diversos protocolos de seguridad que prohibieron toda alusión a los resultados, los motivos o las consecuencias del experimento. Berlinsky y Shears murieron sin haber roto jamás su voto de silencio. Probablemente jamás se sabrá qué fue lo que llevó a aquellos veinticinco hombres a convertirse en bestias sanguinarias tras un mes de estar sometidos a bombardeos sónicos de subfrecuencias. Quizá es mejor que sea así.

martes, 4 de diciembre de 2007

El increíble viaje del distoma hepático


Nunca he compartido el aserto según el cual la realidad es superior a la ficción. Sin embargo, tras haber tenido noticia del extraordinario caso del distoma hepático del cordero, no puedo sino rendir mi más sincero homenaje a esa fuente inagotable de fantasía que en ocasiones puede ser la realidad, y concederle lleno de alborozo un sentimiento de pura admiración estética. Los que por costumbre dan rienda suelta al vuelo de las ideas o al sueño poético no imaginaron nunca un fenómeno tan sutil y sofisticado; los astrólogos que con sus catalejos apuntan al cosmos jamás concibieron una maravilla de tales magnitudes; y el mismísimo Ulises de los viajes homéricos se vuelve un aficionado itinerante comparado con el protagonista de esta historia: el parásito microscópico conocido como distoma hepático.

Esta criatura anida en el hígado de los corderos, y obtiene así su indecorosa entrada al mundo cuando el ganado tiene a bien expulsar las heces. Por obra de una inconcebible habilidad en el manejo de los elementos, los distomas saben fermentar el estiércol animal hasta el punto de convertirlo en un exquisito bocado que invariablemente atraerá a una determinada especie de caracol. De este modo los distomas permanecen en tierra, orgullosamente afianzados en el apetitoso fermento de su manufactura, y aguardan el inicio de su heroica odisea. No es sino hasta la llegada de los caracoles cuando el minúsculo parásito ve la oportunidad de dar continuidad a su peripecia. Al alimentarse de los excrementos, los caracoles engullen en el proceso a los distomas, que acceden triunfantes a su segunda morada. Una vez allí, liberan una sustancia irritante que hace al caracol expulsar cantidades ingentes de baba, que los parásitos utilizarán como vehículo para regresar a tierra firme y esperar allí la llegada de las hormigas, las cuales, por su parte, se sienten irresistiblemente atraídas por esta baba. Tras darse un atracón de baba de caracol, las luculianas hormigas ingieren al distoma hepático, que establecerá su nueva residencia temporalmente en el intestino de este insecto.

Como si de un pelotón militar rigurosamente entrenado se tratara, los distomas proceden entonces a una de sus mayores hazañas (aunque no la más sorprendente, como veremos luego): con la pericia de expertos cirujanos, cada uno de los individuos practica una abertura en el intestino de la hormiga, por donde acceden a la cavidad abdominal de su anfitrión. Semejante operación causaría la muerte inmediata de la hormiga, si no fuera porque los distomas son capaces de suturar y sanar la herida tras su paso. Luego los distomas enviarán al más aventajado de sus exploradores hacia un solitario pero importantísimo destino: el cerebro de la hormiga. Y aquí llegamos al punto más extraordinario y fabuloso jamás concebido en la historia natural: sin disponer de antecedentes, mapa de ruta o libro de instrucciones alguno, el distoma explorador procede a intervenir y reprogramar los inextricables conectores cerebrales de la hormiga, con el fin de modificar su comportamiento. No es sino hasta la noche cuando la hormiga, cuya conducta diurna no haría sospechar nada fuera de lo normal, lejos de reunirse con sus congéneres en el hormiguero, se encamina en solitario hacia lo alto de un preciso arbusto que por ende es el plato favorito de las ovejas… Y es así como, no bien ha amanecido y los pastores sacan sus rebaños a pastar, los rumiantes acuden con presteza al arbusto para alimentarse, sin saber que con su desayuno llega a su cenit el increíble viaje circular de los distomas.


“Para el minúsculo parásito, ese peligroso viaje representa una distancia casi cósmica, y en su recorrido realiza unas hazañas al lado de las cuales el alunizaje del hombre no es más que una elemental carrera de sacos”, dice con gran acierto el escritor alemán Ernest W. Heine.

En efecto, la capacidad que poseen estos parásitos microscópicos para manipular e intervenir el cerebro y la conducta de sus huéspedes supera con creces toda aspiración humana de dominación sobre sus semejantes. Asimismo, las facultades del hombre quedan en entredicho ante el complejo plan de ruta y las proezas técnicas sin parangón a las que hace frente en su viaje el distoma hepático del cordero, verdadero culmen de las especies, cuyos méritos lo convierten en el más digno a la vez que siniestro heredero de la evolución natural. ©